Cuando te olvides de mi nombre,
cuando mi cuerpo sea sólo una
sombra
borrándose entre las húmedas paredes de aquel
cuarto.
Cuando ya no te llegue el eco de mi voz
ni el resonar
cordial de mis palabras,
entonces, te pido que recuerdes que una
tarde,
unas horas, fuimos juntos felices y fue hermoso vivir.
Era
un domingo en Hampstead, con la frágil primavera
de abril posada
sobre los brotes de los castaños.
Pasaban hacia la iglesia
apresuradas monjas
irlandesas, niños, endomingados y torpes, de
la mano.
Arriba, tras los setos, en la verde penumbra
del
parque dos hombres lentamente se besaban.
Tú llegaste, sin que me
diera cuenta apareciste y empezamos a hablar
tropezando de risa en
las palabras, titubeantes
en el extraño idioma que ni a ti ni a
mi pertenecía.
Después te hiciste pequeña entre mis brazos
y
la hierba acogió tu oscura cabellera.
A veces las cosas son
simples y sencillas
como mirar el mar una tarde en la
infancia.
Luego la escalera gris, larga y estrecha,
la alfombra
con ceniza y con grasa,
tus pequeños pechos desolados en mi
boca.
Sí, a veces es sencillo y es hermoso vivir,
quiero que
lo recuerdes, que no olvides
el pasar de aquellas horas, su
esperanzado resplandor.
Yo también, lejos de ti, cuando perdida
en la memoria
esté la sed de tu sonrisa me acordaré, igual que
ahora,
mientras escribo estas palabras para todos aquellos
que
un momento, sin promesas ni dádivas, limpiamente se
entregan.
Desconociendo razas o razones se funden
en un único
cuerpo más dichoso
y luego, calmado ya el instinto
y rezumante
de estrenada ternura el corazón,
se separan y cumplen su
destino,
sabiendo que quizá sólo por eso
su existir no fue en
vano.
JUAN LUIS PANERO