Tus pechos se dormían en sosiego
entre mis manos, recobrando nido,
fatalmente obedientes al que ha sido
el amor que una vez los marcó al fuego;
tu lengua agraz bebía al fin el riego
de mi saliva, aún ayer prohibido,
y mi cuerpo arrancaba del olvido
el tempo de tu ronco espasmo ciego.
Qué paz... Tu sexo agreste aún apresaba
gloriosamente el mío. Todo estaba
en su sitio otra vez, pues que eras mía.
Afuera revivía un alba enferma.
Devastada y nupcial, la cama olía
a carne exhausta y ácida y a esperma.
Tomás Segovia