Qué misterioso era que ambos, en la
distancia
casi impensable que nos desunía,
lográramos oírnos y que habláramos
idéntico lenguaje: el que pronto
aprendimos
—bastaron la intuición y unas
miradas—
en las contadas veces que la suerte
nos dio para sabernos y estar juntos.
Llegaban tus palabras hasta mí
titubeantes y con decisión,
entre fervores y melancolías.
Atravesaban días y noches, cielos,
mares,
y al final enhebraban en un mágico
hilo
soledades y asombros de uno y otro.
Imprevisiblemente me mostraban
tu mundo remotísimo, tus quehaceres,
tu forma
peculiar de evocarme y pronunciarme,
tu intimidad que entonces pude sentir
tan mía.
Sí, no ignoro que todo acaso no fue
más
que un sueño que soñamos a un tiempo,
pero se hizo
muy intensa la vida.
Y aun ahora
no consigo avenirme a dar por bueno
que aquello sucediera y terminara.
Porque no eres recuerdo: todavía
alienta en mi vivir —no en la
memoria—
esa fragilidad tan verdadera
que el aire leve mece, pero no quiebra
el viento.
Y es tu imagen un claro presente
sucesivo
brotando a cada instante, que me causa
emoción, alegría y gratitud.
Y dolor. Y dulzura.
Eloy Sánchez Rosillo