¿Acaso es nada más que una zona de abismos y volcanes en
plena
ebullición, predestinada a ciegas para las ceremonias de la
especie
en esta inexplicable travesía hacia abajo? ¿O tal vez un
atajo,
una emboscada oscura donde el demonio aspira la inocencia
y sella
a sangre y fuego su condena en la estirpe del alma?¿ O tan
sólo
quizás una región marcada como un cruce de encuentro
y
desencuentro entre dos cuerpos sumisos como soles?
No. Ni vivero
de la Perpetuación, ni fragua del pecado original,
ni trampa del
instinto, por más que un solo viento exasperado
propague a la vez
el humo, la combustión y la ceniza. Ni siquiera
un lugar, aunque
se precipite el firmamento y haya un cielo que
huye, innumerable,
como todo instantáneo paraíso.
A solas, sólo un número
insensato, un pliegue en las membranas
de la ausencia, un
relámpago sepultado en un jardín.
Pero basta el deseo, el
sobresalto del amor, la sirena del
viaje, y entonces es más bien
un nudo tenso en torno al haz de
todos los sentidos y sus
múltiples ramas ramificadas hasta el
árbol de la primera
tentación, hasta el jardín de las delicias y
sus secretas
ciencias de extravío que se expanden de pronto
de la cabeza hasta
los pies igual que una sonrisa, lo mismo
que una red de ansiosos
filamentos arrancados al rayo, la
corriente erizada reptando en
busca del exterminio 0 la salida,
escurriéndose adentro,
arrastrada por esos sortilegios que son
como tentáculos de mar y
arrebatan con vértigo indecible
hasta el fondo del tacto, hasta
el centro sin fin que se desfonda
cayendo hacia lo alto, mientras
pasa y traspasa esa orgánica
noche interrogante de crestas y de
hocicos y bocinas, con
jadeo de bestia fugitiva, con su flanco
azuzado por el látigo
del horizonte inalcanzable, con sus ojos
abiertos al misterio
de la doble tiniebla, derribando con cada
sacudida la nebulosa
maquinaria del planeta, poniendo en
suspensión corolas como
labios, esferas como frutos palpitantes,
burbujas donde late la
espuma de otro mundo, constelaciones
extraídas vivas de su
prado natal, un éxodo de galaxias
semejantes a plumas girando
locamente en el gran aluvión, en ese
torbellino atronador que
ya se precipita por el embudo de la
muerte con todo el universo
en expansión, con todo el universo en
contracción para el parto
del cielo, y hace estallar de pronto la
redoma y dispersa en la
sangre la creación.
El sexo,
sí,
más bien una medida:
la mitad del deseo, que es apenas la
mitad del amor.
Olga Orozco